“Estoy pensando, es de noche,
en el día que hará allí
donde esta noche es de día.”
Pedro Salinas
Existen sombras que únicamente se ven en la oscuridad, como fantasmas que vienen para inquietar mi conciencia, sin nada que las acompañe. Siempre las encuentro en el mágico o trágico espacio de la noche, cuando mi cuerpo pide descanso y me dice que la jornada debe terminar. Entonces apago la lámpara y, al mismo tiempo que acomodo mi cabeza en la almohada, intento dormir. En ese momento, al amparo de la falta de luz y sonidos, mi cerebro se niega a descansar, no me obedece. Yo no intento que ese rebelde cumpla mis órdenes, sé que no tiene caso. Es un instante de sentimientos encontrados, no se trata del clásico episodio de angustia nocturna, que en el pasado me acompañó como firme compañero, ni del malestar generado por cosas que no hice u olvide durante el día. Ahí aparecen esas sombras que vienen a mi mente. Llegan y entran sin obstáculos, ofreciéndome variados y extraños bocetos sobre los cuales yo puedo escribir. Los dejan en mi cabeza, pero esas ideas se extinguen. Después de un rato, el sueño llega como un gran plumero, limpia todo rastro de lo qué podría ser y me deja sin nada. Alguno de ustedes pensará: ¿por qué no lo anota, lo graba, lo escribe en ese momento?, ¿por qué no hace algo más para guardar todo eso? Puedo esgrimir muchas razones, algunas bastante lógicas como no despertar a mi esposa que tranquilamente duerme junto a mí. En el fondo la causa de mi inactividad es más sencilla: temor.
En un intento para sentirme tranquilo, trato de convencerme que tal vez son ideas demasiado absurdas, tonterías que no deben llegar al papel; pero no me puedo engañar, en mi interior está la sensación que algunas son demasiado íntimas para ver la luz. Tal vez por eso aparecen cuando los sentidos se ausentan, es el instante en que mi conciencia acepta cualquier pensamiento sin juzgarlo. Después, para no razonar en ellas, dejo que mi sueño las borre para no tener que enfrentar los demonios que están encerrados ahí.
A veces, en la siguiente mañana, quedan algunos de esos pensamientos en mi mente, gritan para poder escapar. Y sigue el temor de expresar mis ideas y lo qué podrían decir las demás personas de ellas. Entrelíneas quedará mi vida, cada palabra contendrá una nostalgia, un vano deseo, una alegría lejana. Podrá quedar ahí también la prueba que mi escritura no es tan buena como pienso, que solamente parece una pérdida de tiempo, como si el tiempo se pudiera perder. Mis textos quedarán como testigos de lo que fui, tal vez para que me condenen; rara vez pienso en el halago. Cada párrafo que escribo contiene una parte de mí que alguien leerá sin ver más allá que esas letras.
Es mi temor: el instante en que un desconocido me lea. No existe retorno, las letras que se van nunca regresan. Decían varios autores que escribir es una tarea de valientes, no lo creo, más bien se trata de una tarea de irreverentes, de locos o de indolentes. No, no puede ser de indolentes porque en cada texto va un movimiento del alma, cada frase tiene un sentimiento que alguna vez se atrapó y al colocarlo en papel se escapa. Escribir es una tarea de locos. Realmente, debo estar un poco demente para colocar esto aquí, para que ustedes me critiquen, me ataquen, me devoren. Solamente una persona que no se encuentre completamente sana podría permitir eso, podría aceptar que estas íntimas letras lleguen a sus ojos.
Un loco más, en un mar de locos. Porque también se requiere ser así para leer y compartir sentimientos ajenos, para adentrarse sin miedo en la intimidad de otra persona. Dos locos en un mar de locos, eso somos, usted y yo.