Propósito

Relato de mi libro Huella de Intervalos

El entusiasmo causado por la llegada del año nuevo se extinguió rápidamente. Después de todo, sólo era otro más y no por ello una nueva vida. Nada cambia, incluso cada mañana comienza como cualquiera: mi acostumbrada lucha por salir de la cama. El feroz ataque del despertador siempre ha sido más fuerte que el débil muro de mis cobijas. Es mi Waterloo diario, no importa si es enero, este nuevo año no me regaló la fortaleza necesaria para ganar esa batalla. Todo sigue igual.

Mientras desayunaba, después de reponerme de la acostumbrada derrota, observaba la fotografía correspondiente a enero en mi calendario. Lo había colocado en una pared la tarde anterior, me demoré en  hacerlo, pues ya habían pasado varios días desde el comienzo del mes. No fue el mejor que pude encontrar, aunque la verdad no sabía con exactitud qué era lo que quería. Después de un tiempo de buscar en algunas tiendas, opté por usar uno que me regalaron en Navidad. Tenía en cada mes la foto de un paisaje, sin texto, cumplía bien la función de indicar los días. Era perfecto debido a la alegre ausencia de sentimientos cursis en sus imágenes.

Fue entonces que tuve un pensamiento medio idiota, otro instante de derrota: decidí que no podía quedar fuera de la hermosa energía de cambio y mejora que todos comparten los primeros días de enero. Tuve una feliz ocurrencia: mi oficina es un monumento al desorden, formidable como mi despertador. Debía ordenarla y deshacerme de un montón de cosas que estaban en mis cajones, tantas que ni siquiera sabía qué es lo que contiene cada uno. No estaba muy convencido de hacerlo, pero era la manera de incorporarme al ambiente de optimismo que rodea el estreno de un calendario y, de esa manera, decretar una victoria en mi vida; “la primera de muchas que yo podría lograr”.

Al llegar a mi oficina me di cuenta de la magnitud de mi decisión. Llevaría varios días terminar esa tarea, sobre todo, porque no podía dejar a un lado mi trabajo. Comencé esa tarde, después de la comida. Debo reconocer que al principio me sentí intranquilo, hurgar en esos lugares es navegar en la dimensión desconocida, uno puede perderse para siempre. Realmente es una tarea para valientes.

El primer cajón que ordené me mostró la verdadera naturaleza del asunto. Encontré lo acostumbrado: papeles inútiles, clips doblados, reglas, tarjetas de presentación de personas desconocidas, plumas que no servían, aspirinas caducas, baterías viejas; y otras cosas nada relevantes: dos chicles Motita de plátano, popotes, una credencial de elector que había perdido, un llavero Cruz Azul Campeón 97.

Los días siguientes fueron similares, cada cajón era un camino sin destino. Aparecieron varias monedas de 10 centavos (al contarlas no llegaban a sumar más de 3 pesos), no supe qué hacer con ellas. Las regresé a su lugar, con el tiempo tal vez tendría una cantidad que valiera la pena gastar. Ahí estaban varias llaves y candados, ninguno correspondía, aquellas no abrían nada y los candados no servían. Además de navajas y curitas, apareció uno de los primeros modelos Blackberry, una cajetilla de cigarros Commander, discos flexibles de 5 1/4, un jabón para gato, un foco fundido, y otras cosas que prefiero no mencionar.

Casi al final de la tarea, encontré un papel doblado, un poco sucio debido al tiempo que había permanecido en el fondo de un cajón. En él, con mi letra, estaba escrito: Lucrecia y un número de teléfono. No era un nombre muy común, sin embargo no podía recordar a nadie que se llamara así. Revisé todas mis redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, los contactos en mi teléfono celular: nadie con ese nombre. Comencé a sentirme un poco nervioso, por algo estaba ahí, debía tener alguna importancia. Me armé de valor, tomé el teléfono y marqué. Me contestó una grabación, dejé mi número, posiblemente algún día recibiría una llamada que aclarara el misterio. Lo último que acomodé fue una libreta con notas de juntas de trabajo, tan vieja que algunas empresas mencionadas ahí ya habían desaparecido. Al leerla por curiosidad, encontré, en la última hoja, una sola anotación con letra desconocida: Jamás llames a Lucrecia.

Nervioso, sin poder remediar la situación, me di cuenta que subir en el tren de la energía positiva del nuevo año no remedió nada. Persisten las derrotas matutinas y ahora, cada vez que suena mi teléfono, no puedo dejar de pensar en esas palabras que, por cierto, tampoco sé quién escribió.

Retorno

 

“—¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos! ”
Gustavo Adolfo Bécquer

 

Noche de muertos, una noche que nunca se pierde, permanece al acecho en el calendario, espera paciente el momento para salir de su escondite. Casi al llegar el ocaso del año se dice que ellos, los que un día se fueron, retornan a convivir con los que aún despiertan cada mañana. Se habla con total veracidad, pero es posible que los testigos no sean confiables, las historias se mezclan, se confunden en la oscuridad y el tiempo se encarga de convertirlas en frases difusas, ideas que también se van al llegar el día.

Aparecen cada año, solamente por unas cuantas horas en la tierra. Vuelven para remover el polvo, buscar sus memorias y hacer que no queden tiradas en el olvido. Una noche es suficiente, en ese pequeño instante ellos recuperan el tiempo que se perdió, lo acomodan en el lugar que le corresponde; o quizá son los vivos los que intentan no perderlo, es igual, de cualquier modo, no serán minutos desperdiciados.

No sabemos si es verdad que regresan esa noche o sólo es un mito, un intento de recuperar algo de las personas que se fueron. Se hace lo posible por creer que vuelven y, con ese breve pensamiento, retirar por un instante el peso de su infinita ausencia. Una noche contradictoria, vertiginosa mezcla de olvido y memoria, intento de llenar el hueco que abrió la nostalgia, encontrar la manera de salir del vacío que dejaron. Se busca la magia y hacer que sean algo más que recuerdos los que disfruten esa noche de la comida en una ofrenda. Parecería que los recuerdos necesitaran alimentarse para tirar la vestimenta de tristeza que los cubre. Durante esas horas la dura realidad queda oculta: las memorias son las que alimentan a los vivos.

Se confunden nuestras sombras con las de ellos. Tal vez es una misma extraña silueta en la penumbra, la del único certero futuro. La oscura imagen que se desliza lo muestra, el futuro que existe es corto, efímero; somos únicamente un intervalo.

Fragmento del relato “Retorno”, de mi libro Huella de Intervalos.

Olvidar

Publicado en Avenida Digital el 24 de noviembre de 2016

“Con las piedras, con el viento
hablo de mi reino.
Mi reino vivirá mientras
estén verdes mis recuerdos.”
José Hierro

 

Era una mujer llena de misterio. Sabíamos muy poco de su vida, ya que no le gustaba hablar de ella. No era dueña de muchas palabras; sus amigos, los verdaderos, eran más escasos aún. Nunca entendí por qué me consideraba uno de ellos. Tal vez fue una rara simpatía mutua o que siempre fui leal, lo ignoro y hoy no me interesa saberlo.

Trabajábamos juntos, de vez en cuando nos reuníamos al final del día en una cafetería que estaba cerca de la oficina. Pasábamos buenos ratos en pláticas que no tenían nada que ver con cuestiones laborales, tampoco en la mesa aparecía el día a día, como las noticias o la familia. Hablábamos de cosas poco comunes, a veces abstractas. A ella no le importaba si sus palabras me incomodaban, parecía que sus ideas esperaban el momento adecuado, como fichas ganadoras en una partida de dominó, para colocarse sobre la mesa.

Alguna me vez me dijo que la vida se acaba, lentamente, en cada instante. Eso no es una gran idea, todos lo sabemos, pero ella iba más allá. Deseaba saber cuándo moriría, el momento exacto, sin ambigüedades. Discutimos varias veces el asunto, le comenté que ese dato la haría vivir una larga y creciente angustia al acercarse esa fecha. Ella no estaba de acuerdo. “Piensas como un cobarde” me dijo una vez. No me agradó su comentario y, para no tocar más el tema, le hice ver que era completamente imposible conocer el futuro, por lo que esa plática era inútil.

Las tardes acompañadas de tazas de café continuaron. Un viernes, casi al final de una de nuestras reuniones, me dio un sobre cerrado antes de despedirse.

—Iré a cenar con un viejo amigo. ¿Me guardas esto por favor?, no quiero llevarlo, soy algo distraída y se puede perder. Te avisaré el día que lo necesite.

Al llegar a casa puse el sobre en un cajón. No soy una persona curiosa, así que no me interesó su contenido. No me dijo nada el lunes siguiente y lo olvidé. Días después sucedió una tragedia en el trabajo. Fallecieron tres compañeros en un accidente de tránsito. El ambiente fue muy triste en esa temporada. Ella parecía no compartir ese sentimiento, algo que no me pareció extraño, pues ninguno de ellos era su amigo.

Tuvimos una pausa en nuestras reuniones. Pasaron tres semanas antes de encontramos de nuevo en la cafetería. Yo pensé que hablaríamos de nuestros compañeros o del sentido de la muerte, pero no fue así. La charla fluía tranquila cuando, de pronto, hizo una pausa y dijo:

—Hoy leí una frase: “Elige bien tus recuerdos, te acompañarán en la soledad”. No creo que sea algo genial, incluso me parece absurda.

—¿Tú crees?, a mí no me parece tan mala.

—Ese es uno de tus problemas, te quedas en las frases sin pensarlas mucho. Pasa con algunas personas, ponen frases en las redes sociales por inercia. Si reflexionas un poco verás que la mayoría de ellas, como esa, parecen bonitas, pero son completamente inútiles.

—Pero, en cierta manera los recuerdos…

—Mira, la cruel verdad es que no puedes elegir qué recuerdas o qué mandas al olvido —me interrumpió—. En tu mente se encuentran las imágenes que sin ninguna razón o criterio se atoran en la mentirosa pantalla de la memoria. Y tú estás condenado a verlas en cualquier instante, aún con los ojos cerrados. El olvido mata algunas, pero es cuestión de azar. Es imposible que, de manera precisa, puedas decidir.

—No lo veo así, uno olvida lo que no interesa y, a veces, las cosas que hacen daño.

—Piensa bien, verás que recuerdas muchas cosas que no tienen ninguna importancia y estoy segura que, aunque lo desees, no podrás olvidar otras.

—Podemos apostar que sí podría —dije con una sonrisa.

—¿Recuerdas que yo deseaba saber cuando terminaría mi vida? Tomé muy en serio la búsqueda de alguien o algo que me diera esa respuesta. —comentó con mucha seguridad en su voz —. Por fin lo encontré, no preguntes cómo. Sólo te puedo decir que hoy conozco con exactitud esa fecha y, aunque no estés de acuerdo en esto, puedo vivir con más tranquilidad.

—Eso es imposible, no importa qué hayas hecho. Seguramente viste un charlatán o te convencieron de cosas que son falsas.

—¿Tienes ahí mi sobre? Te pedí que lo trajeras hoy —dijo.

Estaba en mi portafolio, así que lo tomé para ponerlo sobre la mesa. Al verlo, ella continuó.

—Ábrelo y lee lo que está en la primera hoja.

Abrí el sobre, dentro había dos papeles. En el primero estaban escritos, con su letra, los nombres de nuestros tres compañeros fallecidos con una fecha y hora. Recordé que ellos murieron en el hospital unos días después del accidente. Miré nervioso el otro papel. Estaba el nombre de mi hermano, con un día que correspondía al próximo año y otro nombre: el mío, con una fecha escrita al lado.

— Lo que está ahí es verdad, puedes esperar un año para estar completamente seguro. Y, después de eso, no lo podrás olvidar, aunque quieras —comentó al tiempo que se levantaba de la mesa—. Me despido. Hoy renuncié al trabajo y no pienso regresar.

Me sonrió y se fue. A pesar de la amistad que pensaba que existía, jamás la volví a ver.

Regresé a casa. El fin de semana me comenzó a ganar la curiosidad. De regreso al trabajo, el lunes, investigué los datos de la muerte de mis compañeros, todos coincidían con lo que estaba anotado en esa hoja. Unos meses después comenzó una larga agonía para mí, justo después del funeral de mi hermano.

 

Luna de octubre

 

 

Publicado en Avenida Digital 3.0 el 27 de octubre del 2016

“La luna le ha comprado
pinturas a la Muerte.”
Federico García Lorca

 

La Luna viene sólo en octubre. Podría parecer que digo mentiras porque siempre está ahí, todos los meses, cada noche, incluso cuando se esconde como si le diera pena ajena ver las estupideces que hacemos en la Tierra. Pero no es así, no soy hipócrita, esas son lunas. La Luna, la verdadera, aparece en octubre.

Ella regresa al lado de noches cada vez más extensas, del viento helado que golpea en las mañanas, sobre todo, viene con ese pequeño y casi imperceptible ruido que hacen los muertos al buscar el camino para reunirse con nosotros. Pocos escuchan el sonido producido por esos pasos lejanos, son los esfuerzos que hacen para llegar a tiempo, es la oportunidad que el final de este mes les ofrece; recordar que no se han ido del todo. Aún tienen una pequeña parte que está anclada en la tierra, un lazo los une a lo que dejaron atrás. Los muertos no pueden separarse de sus memorias, son ellos quienes nos recuerdan, por eso es importante no faltar a esa reunión, traspasan su mundo para llegar al nuestro y, de esa manera, disfrutan por unas horas de todos los instantes fincados en el pasado.

Eso solamente sucede en esta época. El resto del año hay otras cosas fáciles de digerir, sencillas de comprender. Surgen clanes de zombies, vulgares fantasmas, anémicos vampiros y cínicos espectros; seres que intentan asustar en una pantalla de televisión o cine, con resultados variables. Los muertos se abaratan en un alud de imágenes que pueden ser atemorizantes o divertidas, da igual porque en ellas se pierde el rastro de lo que nuestros difuntos lloran y de aquello que nosotros, al recordarlos, a veces también lloramos.

Podría decir que este tipo de historias representan la banalidad de nuestros días, pero es algo que siempre ha existido, solamente cambia el medio y la forma de contarlas. En ellas se refleja todo lo que no se comprende de los muertos, su eternidad y su noche. A veces son narraciones demasiado simples, burdas, pero es lo que hace la imaginación para intentar explicar la inmortalidad. Se busca tener presente que no se puede morir del todo, algo que a veces no se recuerda.

Afortunadamente la Luna no olvida. Tiene razones, memorias y prioridades, es testigo de lo que hago o no a mis difuntos. Cuida el futuro, sabe que un día yo seré el que esté en ese camino, con pasos casi silenciosos para no perder la cita que el final de octubre regala, un sencillo y breve encuentro con los que aún me esperan. Los demás meses envía a sus vasallas, pequeñas, fieles servidoras que se encargan de alumbrar las noches comunes, con una luz también ordinaria. Pero este mes, Ella es la que viene. Su presencia, su tamaño, invita a callar para intentar escuchar su andar, tener presente que poco a poco ellos se acercan. La Luna sabe que, si los oigo, puedo estar tranquilo, pues alguien, en su momento, escuchará mis pasos.

Los muertos aprovechan la oportunidad que les abre la Luna para olvidar que son eternos. Surge el temor de nunca poder descansar, de saber que la muerte ha dejado de existir porque se vive en ella. La eternidad es una cosa muy pesada, sobre todo cuando tuvieron días en que los pasos hacían ruido, esa época en que cada hora contaba porque no estaba escrito cuando terminarían. Los minutos no existen, sólo el miedo. Por eso, el final de octubre, ese andar, es importante para ellos.

Una sola noche estarán de nuevo con nosotros, al amanecer deberán regresar a su eternidad, con nuestra nostalgia sembrada en lo que queda de su alma. Después, esperarán por otro año más, es lo que harán con su infinito tiempo. ¿Y la Luna?, ella también estará siempre ahí, cada octubre, para recordarme que, también un día, yo seré inmortal.

 

La ventana rota

 

Publicado en Avenida Digital 3.0 el 1 de septiembre del 2016

 

“Cosas de poca importancia
parecen un libro y el cristal de una ventana
en un pueblo de la Alcarria,
y, sin embargo, le basta
para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.”
León Felipe
 

 

Había una ventana rota en el cuarto. Uno de sus vidrios estaba quebrado, tenía un agujero irregular en la esquina superior, más grande que un puño, casi junto al marco.

Yo era un niño. Mi infancia quedó marcada con la huella de una fuerte costumbre familiar: la visita a los abuelos cada domingo. Ellos eran serios y reservados, sobre todo mi abuelo; inspiraba tanto respeto que una mirada suya bastaba para terminar cualquier discusión. Lo recuerdo claramente. Un día estábamos reunidos en su sala, de pronto, mi abuela me pidió que le trajera un libro que había dejado en la recámara. Me sorprendí, fue algo extraordinario, yo no podía deambular con libertad por esa casa. Un poco indeciso, miré a mi abuelo, él asintió con la cabeza. Al entrar en aquella habitación no me extrañó el orden y limpieza, era digno reflejo de la personalidad de sus dueños. Fue entonces, cuando me acerqué a la ventana para dar un vistazo hacia la calle, que noté aquel vidrio roto.

Poco después pude estar nuevamente en esa área casi prohibida y me di cuenta que aún estaba el agujero. Podía haber sido algo sin importancia, pero no para mí. Me comenzó a intrigar, sobre todo por el periodo que había pasado sin repararse. Algo no caminaba como debería. Igual que el cristal, la normalidad se había quebrado.

Pasó el tiempo. Cada vez que tenía oportunidad, aprovechaba para revisar la ventana, a veces a escondidas. Seguía igual. El vidrio roto se transformó en un acertijo que no acertaba cómo resolver. Mi inquietud me decía que le preguntara a mis abuelos la razón de ese misterio; en cada visita iba dispuesto a cuestionarlos para resolver mi duda, pero nunca tuve el valor de hacerlo. Entonces, sin comentarlo a nadie, comencé a tejer ideas para solucionarlo.

Lo primero que imaginé fue que los dos tuvieron un altercado y mi abuelo arrojó un objeto que golpeó el vidrio (cuando se enojaba podía ser muy violento), pero no recuerdo alguna discusión entre ellos; además, él era un caballero, incapaz de agredir a una mujer. Esa idea no era la respuesta.

Después pensé que alguien quiso robar la casa y quebró el vidrio al tratar de entrar, pero en la familia nos hubiéramos enterado de ese hecho. Nunca supe que algo así hubiera pasado, por lo que descarté esa reflexión.

También se me ocurrió otra posible solución: como mi abuelo era aficionado a las armas, tenía una hermosa colección de ellas. Imaginé que, al limpiar una, ésta se había disparado accidentalmente y el balazo había impactado en ese vidrio; pero él era demasiado cuidadoso, habría sido casi imposible que eso sucediera. Lo verdaderamente inexplicable era que ningún argumento aclaraba por qué la ventana no se había reparado. Esta última idea me llevó a considerar otra cosa: posiblemente intentaron asesinarlo. Alguien le disparó desde la calle cuando él se asomaba por la ventana, errando el tiro y rompió el cristal. Mi abuelo lo había dejado así para recordar que siempre debía estar atento a sus enemigos. Como era una solución que explicaba todo, mi imaginación voló en torno a ella.

Los años caminaron, la costumbre de ir a casa de mis abuelos se mantenía, pero poco a poco perdía fuerza. Cuando estudiaba en la Universidad cualquier pretexto era bueno para evadir esos domingos. A pesar de ello, mis padres se empeñaban en visitarlos cada semana. Comencé a ver mi abuelo de otra manera, el respeto que sentía por él creció, ahora sabía que detrás de sus profundos ojos grises se escondía una vida llena de peligros, traiciones, amores, odios; innumerables secretos, algunos tan añejos como sus canas. Me sentía afortunado de tener alguien así en mi familia.

Hace pocos meses, fui a su casa para llevar unos documentos que requerían. Mi abuelo no estaba esa mañana. Cuando se los entregué a la abuela, me dijo, con buen humor, que me quedara a tomar una taza de café. Yo acepté. Comenzamos a platicar, la conversación caminó de manera tan agradable que vislumbré la oportunidad de encontrar la verdad. Fue entonces que le pregunté acerca de la ventana del cuarto. Ella dudó un instante, me sonrió y dijo con voz tranquila: “Ya sabes, parece que mi esposo no le tiene miedo a nada, pero en el fondo no es así. Nunca lo comentes: le tiene un gran temor a las grandes mariposas marrones que abundan en el verano. Una vez, hace muchos años, cuando me ayudaba a cambiar la cortina, golpeó el vidrio y lo rompió; ya era un poco tarde, así que no hubo manera de llamar a alguien para cambiarlo. En la noche vio que una de esas enormes mariposas salía de la recámara por el agujero. Entonces, muy serio, dijo que nunca la repararía. Ya sabes, con tu abuelo, ese el tipo de cosas no se discuten, así que la dejamos como estaba.” La miré incrédulo. Mis fantasías volaron por aquella ventana; sin embargo, no menguó la admiración que le tenía a mi abuelo.

Él falleció semanas después de aquel día. Asistieron muchas personas a su funeral, pues fue una persona que cultivó largas y buenas relaciones durante su vida. Lejos de todo lo que había imaginado, no tuvo enemigos. Yo estaba sentado junto a mi padre, hablábamos con tristeza de lo mucho que nos haría falta, cuando mi abuela, desde el otro lado de la capilla, me llamó con un discreto ademán. Tal vez necesitaba algún tipo de apoyo, por lo que me acerqué. En voz baja me dijo: “Lleva a alguien mañana a mi casa para que cambie el vidrio roto. Hará frío esta temporada”.

 

Travesía

Publicado en Avenida Digital 3.0 el 4 de agosto del 2016

“No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.”
Federico García Lorca

 

Nunca vio el reloj. El tiempo, que no sabe detenerse, lo alcanzó sin remedio. Estaba en un bar con algunos compañeros de trabajo, la plática se había vuelto interesante pues eran anécdotas nuevas. Andrés aportaba, sin que lo entendiera en su totalidad, algo que rompía la monotonía de las veladas anteriores: era un extranjero que hacía poco había llegado a la ciudad.

Él había salido de su país al término de sus estudios universitarios. Allá la situación era difícil: inseguridad, falta de empleo, pobreza y violencia. Uno de sus tíos le ofreció la posibilidad de trabajar en el extranjero. Dudó, tenía miedo, pero sus amigos lo convencieron de tomar esa oportunidad. Le dijeron que, después de todo, si las cosas no resultaban podría regresar, era una apuesta donde no había mucho riesgo, nada podría ser peor, no había futuro en ese lugar para él.

Después de varias semanas en este nuevo destino, tenía un empleo estable. Esa noche, entre algunas copas y la charla sin fin Andrés no se percató de lo rápido que corrían los minutos. El transporte público dejaba de operar después de la media noche, ya era demasiado tarde. Aún podía tomar un taxi para regresar a su departamento, pero la distancia no era demasiado grande, poco más de media hora a pie, así que pensó que sería buena idea caminar de regreso. Le habían comentado que la ciudad era peligrosa en las noches, aunque después de algún tiempo de vivir ahí, se dio cuenta que no era nada comparada con el ambiente que dejó en su tierra. No había razón para temer.

Salió del bar, en la banqueta la obscuridad peleaba sus espacios. Andrés se ajustó la bufanda, el clima era frío, pero no tanto como para incomodarlo. Un hombre extraño, mal vestido, que estaba parado en la banqueta, lo miró con atención, más que observarlo, parecía que lo estudiaba. Andrés se dio cuenta de ello, pero le restó importancia. Decidido, inició la travesía. Los pasos, que en el día perciben claramente los obstáculos, en la noche suelen ser difusos, vacilantes. Los faroles descubren solamente algunas cosas; ellos alumbran aquello que les conviene. Cuando llegó a la esquina, volteó hacia el bar, aquel hombre ya no estaba ahí. Trató de buscarlo, pero la acera de enfrente tenía muy poca iluminación para distinguir algo en ella, así que solamente se quedó con la curiosidad.

Caminó por algunas calles, a esa hora de la noche la soledad cubría la ciudad, la ausencia dejaba su escondite para deambular sin prisa. Andrés nunca había sentido el peso de las calles vacías, ese enorme hueco que solamente la falta de luz y sonido en un espacio urbano puede generar. Comenzó a sentirse inquieto.

Llegó a un parque y vio algunos pordioseros. Algunos dormían en las bancas cubiertos por periódicos y cartones; otros tenían botellas de licor barato y fumaban. Sus gestos eran duros, llenos de rencor. En cada rostro, gracias a la débil iluminación, se dibujaban sombras de amenaza. Lo miraban con enojo, se daban cuenta que él no era como ellos. Por primera vez en esa noche, Andrés sintió miedo.

Tenía que cruzar el centro de la ciudad para llegar a su hogar. Decidió hacerlo por una de las principales calles de la zona: una avenida peatonal, con comercios diversos en ambos lados. En el día estaba llena de personas, era un río de gente que iba a trabajar, comprar, o simplemente pasear. Andrés vio a la distancia unos niños que jugaban futbol en medio de la calle. Habían colocado unas porterías hechas con botellas vacías. El partido estaba bastante animado, entre gritos y risas, los muchachos se esforzaban por anotar. Andrés caminó hacia ellos y se detuvo para verlos. Notó que el trapo que servía como pelota parecía tener vida propia. Dio unos pasos para acercarse más y descubrió que el trapo era una rata viva, que a pesar de estar atolondrada debido a las patadas, trataba débilmente de escapar. En cuanto el animal dejó de moverse, uno de los niños la desechó y esa “pelota” fue reemplazada por otra. Triste destino para ese roedor, pero eso a nadie le importaba. La noche es así, las cosas, las diversiones, adquieren otra perspectiva. La normalidad también se oscurece.

Se quedó un rato mirando el partido, había más personas viendo el juego, uno de ellos se parecía mucho a aquel hombre afuera del bar, pero Andrés pensó que seguramente el cansancio y la sensación de inseguridad lo confundían. Salió del centro y llegó a su barrio. Era una zona más moderna, con calles anchas, mejor iluminadas. El miedo acompañaba sus pasos, desde que había salido tenía la sensación que alguien lo seguía. Miró hacia atrás y no vio a nadie. Caminó más rápido, quería estar cuanto antes a su hogar.

Por fin llegó al edificio donde vivía. Al abrir la puerta, la luz que iluminaba el vestíbulo cubrió de manera cálida el espacio de la acera en donde él estaba. Se sintió tranquilo, no precisamente feliz, porque la felicidad suele engañar. Ahora podía dejar atrás su pasado y los temores que venían con él. Hizo una pausa y entró, sentía ya la imperiosa necesidad de dormir. No se percató que, con su sombra, otra caminaba atrás, sin hacer ruido. Tal vez la noche no sería completamente tranquila.

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Una historia inútil

Publicado en Avenida Digital el 21 de junio del 2016

“Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo”
Alejandra Pizarnik

Foto por Liliane Mendoza
Foto por Liliane Mendoza

Era una tarde de junio. El que haya sido precisamente ese mes no hace ninguna diferencia en esta historia, pero sí la ausencia de nubes en el cielo ya que este relato necesita luz para ser verosímil. En fin, era una hermosa tarde de junio, varias sombras jugaban en un parque sin nadie que las acompañara. Parecían niños en el recreo de la escuela: brincaban, corrían, a ratos se escondían. Sin lazos con sus dueños, por fin, tenían un momento de autonomía que el destino siempre les había negado.

No sabían la razón de esa nueva y extraña realidad, simplemente, una de ellas comenzó a andar en dirección contraria de la persona a la que estaba atada. Otra la vio, le pareció interesante e hizo lo mismo. En poco tiempo, varias caminaban juntas. Podía decir que era un grupo animado. Sin saber bien qué podrían hacer se detuvieron en una esquina para decidir hacía dónde ir. Después de un tiempo de discusión entre ellas llegaron a un acuerdo y se dirigieron a un parque cercano, les parecía un buen lugar para divertirse. También pudieron haber elegido una plaza o quedarse en esa esquina, el lugar fue irrelevante, todo hubiera sucedido de la misma manera

Siempre habían vivido atadas, condenadas a repetir de maneras uniforme y constante los actos de las personas a las que estaban unidas. No eran esclavas o prisioneras, porque los esclavos al menos tienen momentos en los que pueden soñar que no están sometidos a la voluntad de otro. Para ellos la libertad es una esperanza, muchas veces lejana, pero tan real que hace aún más pesada la agonía de las cadenas. Las oscuras siluetas que se divertían esa tarde no tenían esa carga. La ilusión de verse libres de sus dueños no existía, jamás había pasado por su imaginación esa posibilidad. Eso hacía que su vida fuera sencilla, fácil, lejos de cualquier complicación que regala el libre albedrío. Por eso, hoy jugaban, no debido a la alegría de la libertad, sino porque no sabían qué más podían hacer con el tiempo que tenían. Ese concepto tampoco lo conocían: el ser propietarias, tener la facultad de decidir qué hacer con algo, pero no les interesaba demasiado porque aún no estaban plenamente conscientes de ello.

Mientras tanto, las personas que eran dueñas de las sombras ni siquiera notaron ese pequeño cambio en el mundo, era algo tan irrelevante que nadie se dio cuenta de ello. Después de todo, las sombras no sirven para nada, pero tampoco representan un lastre. Son algo así como el apéndice, las muelas del juicio, las excusas y algunos tipos de perdón. Están ahí simplemente porque están, cualquier razón que se pueda argumentar para ello podría ser válida pero estéril. Y sin embargo, la costumbre tuerce la razón, inventa motivos para justificar la existencia de aquello que de otra manera podría estorbar.

En esta historia inútil, es tiempo de recordar que el miedo no anda en burro. Esa es una gran verdad, se mueve rápido, en cualquier cosa, a cualquier hora, por todos lados. Las sombras no lo sabían porque, al no poder decidir absolutamente nada, tenían la vida completamente resuelta, sin razones por las cuales cultivar temores. Pero, al caer la tarde, la luz se diluyó lentamente. Llegó la noche, entonces una de ellas se dio cuenta que, en la oscuridad, su contorno se confundía con todo lo que la rodeaba. A la vista de ese hecho surgió de improviso la posibilidad de desaparecer y con ella, el miedo. Las sombras no sabían o no recordaban que existían faroles en el parque. Los ataques de pánico entre ellas y sus intentos por permanecer en oscuridad fueron demenciales. En realidad, lo único que ocurrió fue que ellas se hicieron más débiles. Agotadas, se recostaron para morir o al menos eso pensaron.

Sin embargo, no murieron esa noche. Lo que sucedió fue que, en la mañana del día siguiente, se encontraron de nuevo atadas a sus dueños, como siempre. De la misma manera que nadie supo cómo se liberaron la tarde anterior, fue desconocida la razón por la cual regresaron a su estado original. Ellas sólo pudieron recordar que alguna vez fueron libres, pero eso acarreo un miedo tan grande que pocas se atrevieron a intentarlo de nuevo. Las que lo hicieron descubrieron que eran vanos sus intentos: en la siguiente mañana, las cosas volvían a la normalidad, pero con sus temores aún más grandes. Podía ser el inicio de un eterno círculo de terror.

Aquí surge la oportunidad de escribir la moraleja de esta historia, tan profunda que podría cambiar la vida de alguien, marcar diferencia en la conciencia, llevar a un momento de reflexión trascendente y mirar las sombras de otra manera, pero en realidad, si he de ser honesto, no existe ninguna enseñanza en este relato o, al menos, alguna que valga la pena. Tampoco contiene una metáfora, parábola, o representa algo, solamente es un relato que sirve para pasar el tiempo de una vana manera. Realmente, es una historia inútil.

 

Amigos

Publicado en Avenida Digital 3.0 el 30 de octubre de 2013.
 

Joaquín llegó un poco retrasado por el tráfico. Al entrar encontró un ambiente agradable, aún no había demasiada gente. Era un restaurante de comida argentina, el aroma de carne cocinándose en un asador se mezclaba con la tranquilidad del lugar. Sus amigos ya se encontraban en una de las mesas; habían sido puntales, como siempre. Rodrigo y Carlos se alegraron cuando lo vieron. Después de un tiempo, el lugar se había llenado, la paz inicial se transformó en sonido de amenas charlas. La mitad de la botella de vino ya había desaparecido, pero no su entusiasmo. En la mesa habían circulado opiniones de negocios, de política, anécdotas, bromas; de pronto, la conversación tuvo un cambio inesperado.

—Rodrigo, ¿cómo ves el desastre de nuestra selección? —dijo Joaquín—. Creo que está muy difícil que logremos ir a la Copa del Mundo, parece complicado ganarle a Nueva Zelanda.

Rodrigo tomó un poco de vino. Parecía que no quería contestar, la mirada de Carlos compartía el mismo recelo. Los dos eran aficionados al futbol, sabían que los resultados para llegar al Mundial ya eran demasiado malos y que no tenía caso seguir la conversación que proponía Joaquín.

—Son unos mediocres, juegan sin ganas. Ahora, con esos cambios, no sé; pero, ¿quién quiere hablar de eso? —adelantó Carlos—. Mejor platiquemos de otras cosas, esta carne está excelente para hablar de temas que dan coraje.

Los tres dejaron de hablar por un breve instante. Aprovecharon para servir en sus copas lo que restaba del vino.

—Oigan, por cierto, alguno de ustedes ha recibido uno de esos mensajes cursis que circulan en Internet, los que vienen con fotografías o dibujitos —dijo Rodrigo.

Lo miraron con incredulidad, sabían que, a pesar de que participaba en muchas redes sociales, a su amigo no le gustaban ese tipo de cosas.

—No pongan esa cara, estoy hablando en serio —continuó Rodrigo—. Todos los días colocan en mis redes sociales uno de esos. Ya estoy harto, pero no sé como decirle a las personas que no me los manden.

—Es algo muy común —dijo Joaquín—. A mí no me desagradan, aunque existen días que las redes de Internet parecen un libro de autoayuda. Las personas piensan que a los demás les agradan.

—Para mí es una molestia, lo peor es que creen que refuerzan el sentido de lo que quieren expresar —Carlos hablaba con un tono de voz muy serio, miraba a Joaquín—. Deberías ver lo que ponen algunas de mis amigos, cosas como: “la amistad no es esperar que alguien piense en ti, sino pensar cómo ayudar al otro”. Frases melosas, que no dicen nada, que ponen la amistad como mercancía en tienda de regalos.

—Tienes razón. Pasa lo mismo con muchas cosas, no sólo con la amistad —dijo Rodrigo—. Estamos abaratando las palabras. Ponen una frase sencilla, agradable, le colocan una imagen bonita y listo; tienes algo que las personas comparten en Internet porque parece motivadora, que puede hacer sentir bien a los demás. Nunca reflexionan en las cosas que ellos hacen mal. Piensan que haciendo eso quedará todo arreglado por arte de magia, inclusive su vida.

Joaquín los vio con cara de sorpresa, trató de defender su comentario.

—Muchos no piensan como ustedes. Creo que algunos las colocan con la idea de ayudar a los demás. No sean tan huraños.

Se hizo un pequeño, incómodo silencio en la mesa. Joaquín esperaba una mirada de aprobación en sus amigos, un gesto que no llegó.

—Es que no se trata de ser huraño—dijo Rodrigo— El punto es que se van por el lado de las cosas. Creen que para resolver un problema personal o una gran falta de voluntad solamente necesitan ponerle ganas a su vida, que con leer una frase motivadora pueden cambiar la realidad. La verdad es que eso no funciona. Puedes hacer que las personas se sientan bien un rato, pero no más que eso.

—Rodrigo tiene razón, yo sigo pensando que muchas de esas imágenes son una molestia —agregó Carlos —. Algunas parecen ser grandes frases, pero son cosas obvias, en las que todos podrían estar de acuerdo. No llevan a ninguna reflexión, no generan una nueva idea en la gente que las lee. Simplemente no sirven de mucho.

—Yo no lo veo así, creo que están exagerando, a mí me gustan varias, no todas, pero sí algunas. —dijo Joaquín—. ¿Qué daño pueden hacer? Ninguno. Al contrario, pienso que pueden ser una especie de guía para los que tienen problemas. Esas publicaciones en las redes sociales ayudan a que las personas no sean tan desalmadas.

—El problema no son las frases, son las personas que las envían y que las leen —dijo Rodrigo—. Sería mejor que la gente realmente se ocupara más en demostrar con su conducta lo que quieren decir en esas frases. Al mismo tiempo que publican en Internet todas esas frases, todos esos dibujos; los valores que presumen se están perdiendo. Vemos como cosas normales normal la corrupción, la deslealtad, el egoísmo, hoy no nos sorprende la violencia. Eso es lo que me disgusta, me hace sentir que somos hipócritas.

—Y solamente llenan de ruido las redes sociales. Algunas de esas personas piensan que al enviar esas cosas pueden cambiar la manera en que actúan los demás —continuó Carlos—. Eso no es cierto, nadie va a cambiar con eso. El mundo necesita otras cosas para lograr que las personas dejen de hacer acciones viles o inmorales. Rodrigo tiene razón, se requiere hacer mucho más, deberíamos empezar con nuestra conducta hacia los demás.

Un mesero llegó para retirar los platos, les ofreció el postre y café. Joaquín cambió el tema de la conversación, sabía que, a pesar que respetaban su punto de vista, sus amigos nunca estarían de acuerdo con él. La conversación siguió de manera tranquila, surcó en otros caminos. Carlos se dio cuenta que Joaquín estaba muy contento y le preguntó a que se debía ese estado de ánimo.

—Ya casi tengo listo el asunto de mi divorcio. Por fin, parece que voy a ganar el juicio por la completa propiedad de la casa.

— Joaquín, sigo pensando que eso no está bien —dijo Carlos—. Después de tantos años, no creo que sea bueno dejar a Martha sin nada. Eso no es justo para ella, nunca la dejaste trabajar.

—No se trata de ser justo, quiero que sienta lo que es vivir sin mí —exclamó Joaquín con molestia—. Yo sé lo que hago… ya les dije que no se metan en eso.

Carlos y Rodrigo guardaron silencio, era evidente, no tenía caso decir algo al respecto.

Una pipa, un recuerdo

Fue un recuerdo, llegó para distraer el olvido. Estaba escondido en las horas del   día, esperaba un instante de debilidad. Posiblemente lo llamó el blancuzco humo de mi pipa que flotaba tranquilo, con el olor de mi tabaco, murmullos de lejanos días, débiles voces de olvidadas reuniones. Tal vez fue la pequeña brasa, con su modesta constancia en el interior de ese trozo de madera, la que, al iluminar mi memoria, quitó la sombra de aquel tiempo. Pudo ser el trozo de brezo que acariciaba mi mano y mi boca —también acarició mi angustia— él que trajo ese pedazo de historia a mi mente. No lo sé, llegó igual que otras veces: sin avisar. Solamente llegó y con él su compañera, la soledad.

Foto por Liliane Mendoza Secco
Foto por Liliane Mendoza Secco

Fue al encender mi pipa. Acerqué la pequeña flama del cerillo en mi mano al apisonado tabaco; entonces hice una pausa, un pequeño momento. Observé la calidez del fuego antes que manifestara su magia, estaba frente a mí, no podía ver otra cosa. Ahí fue, apareció dentro de esa flama, lo distinguí claramente en la nube de humo que salió del tabaco al encender. La brasa se recostó en la cama dentro de mi pipa, el dulce aroma inundó el cuarto y, el recuerdo, mi mente. El recuerdo, ese humilde mensajero que mueve mi conciencia, me acompañaba.

Estábamos sólo los tres y el silencio. Podíamos fingir que no existíamos, no era posible. Ese tipo de juego era demasiado arriesgado, no podíamos ignorarnos, nadie podía ganar. Serían los mismos que siempre habíamos jugado. La pipa jugaría al escondite, ella trataría de esconder su brasa en el tabaco que estaba dentro de la cazoleta, yo debía buscarla y no perderla. El recuerdo, a la gallina ciega, con sus ojos vendados intentaría atraparme y, así, envolverme en su melancolía. Yo, yo jugaría solitario, encerrado en mi momento, en mis pensamientos, sin compartir la alegría de ganar.

Eso hicimos, jugamos, hicimos apuestas insignificantes; perdimos y ganamos varias veces. El reloj caminó con un lento paso, el tabaco se esfumaba. Eran los mismos juegos de otros días, el conocido sabor de mi tabaco, la misma extraña sensación de no saber si el recuerdo era real o una fantasía en mi pasado. Todo era tan común, tan normal que me inquietaba.

Varias veces la pequeña dosis de nicotina ayudó a que mi angustia se diluyera.

Varias veces el humo se agitó en el aire, al igual que el recuerdo.

Varías veces me golpeó, sin hacerme más daño que él que hace la leve quemadura del cerillo que se acaba en mi mano.

Varias veces prendí mi pipa, lo hice sin pensar, mi mente jugueteaba con el aroma del recuerdo.

Varias veces cerré mis ojos. Intenté disfrutar de esos minutos, de esos valiosos minutos que pude robar a la rutina.

Nuestros juegos se agotaron, las apuestas se pagaron. La pipa quedó en mi mesa, parecía cansada. Su magia había terminado, era solamente un cálido trozo de brezo que descansaba. Yo me quedé en el vano intento de conservar mi pequeña evasión, de prolongar ese espacio de ausencia; no quería regresar a mi verdad, pero no la podía evitar, debía volver. El recuerdo posiblemente quedó entre las cenizas y el humo que se dispersó. Él se fue como llegó, de manera repentina, sin avisar. Me dejó el olvido y una conocida sensación: la certeza que nos volveríamos a encontrar, él y mi soledad.

Una mañana


     Cada mañana las calles en mi ciudad se transforman, dejan de ser frías alfombras de asfalto para convertirse en ríos de carros. Se llenan de vehículos, más de los que pueden circular con agilidad. Autos que llevan una, dos, tres o más personas que salieron de un suave sueño para enfrentar la realidad. Hoy el destino las colocó junto a mí en este caudal. Veo autos con varias personas; algunas platican entre ellas y otras están en silencio, como si los ocupantes estuvieran perdidos en sus pensamientos; cada quien en el suyo, sin compartirlo. Las que manejan solitarias es probable que busquen en un programa de radio la compañía que no tienen para su corto viaje.

     Puedo ver claramente los ocupantes de los diferentes vehículos que circulan junto al mío: una señora despeinada que lleva sus hijos a la escuela, los jóvenes estudiantes que seguramente van en camino a la universidad, una hermosa mujer que se maquilla al manejar —no sabe que su belleza hace que esa actividad, además de peligrosa, sea innecesaria—, un anciano que está obligado a vender la poca vitalidad que guardó para el ocaso. Son diferentes autos, diferentes personas, diferentes motivos. Circulamos lentamente, todos nos dejamos llevar al ritmo que marcan los demás vehículos. Todos nos sentimos ahogados en la patética burbuja del tráfico en las calles.

     Soy parte de ese cardumen. Forma parte de mi vida en esta ciudad, de la que no puedo escapar. También soy incapaz de escapar de este lento ritmo. Es algo que contradice la terrible velocidad que impone la vida urbana. Esta ciudad me impone apresuradas decisiones, veloces saludos, aceleradas relaciones. Desayunar, trabajar, comprar, pagar, comer; todo lo debo hacer rápidamente, el tiempo es escaso en el ajetreo de mi ciudad. El tiempo debe bastar para atender familia, amigos, compromisos, trabajo, problemas, soluciones, diversiones y demás fantasmas del día. El reloj es el amo, él es quien esclaviza. Y ahora, como una cruel broma, estoy aquí: atorado, entrampado en el tráfico de la mañana, viendo como gotean el reloj, mi tiempo que se pierde. Hoy, como cada mañana, veo escapar el tiempo que me hará falta el resto del día.

     La linda mujer termina de maquillarse, gira su cabeza y me mira. Soy incapaz de devolverle la mirada, la pena me vence y volteo hacia el carro que circula a mi izquierda. El viejo maneja resignado, casi triste. Ignoro qué recuerdos o rencores lo acompañan. Voy despacio, vamos despacio; todos en el mismo río. Continúan atrás de mí los jóvenes, en un compacto. Los veo por el espejo, parece que están cantando y bailando dentro de su carro. Viene a mi mente un cuento de Cortázar y, de pronto, me siento parte de esa historia. Todas las mañanas soy la pobre versión de un cuento. Es mi consuelo, pobre consuelo, porque sé que esto no es ficción, es mi diaria realidad.

Foto por eleconomista.com.mx
Foto por eleconomista.com.mx

     Mi tiempo me oprime, ese que no puedo detener, él que pierdo cada mañana, él que intento disfrutar, él que un día terminará y que entonces, conmigo, se volverá eterno. Me aplasta igual que este tráfico matutino. La misma historia se burla de mí todas las mañanas, sabe que mi tiempo nunca es el mismo, que no lo puedo guardar. Cada día se acumulan las horas perdidas, el reloj del tablero de mi auto me lo recuerda, son mis preciosos minutos desperdiciados. Nadie me los podrá regresar.

     El tráfico avanza lento, pausado; rompe, con su desesperante calma, la agitación en la ciudad y, con ello, aumenta mi angustia y mi tensión. Desesperado, vuelvo a mirar las personas encerradas en los autos que me rodean. Percibo que compartimos el mismo sentimiento, todos con el mismo semblante de enojo y resignación… casi todos. Me doy cuenta, al mirar atrás, que los jóvenes siguen cantando. Están felices, sonriendo.

     Esas sonrisas que veo en mi retrovisor. ¿Por qué sonríen?, ¿será su juventud?, ¿la certeza de que tienen mucho tiempo por delante y pueden darse el lujo de desperdiciar el actual? No lo sé. Lo que sí sé es que esas sonrisas están aquí, dentro de mi auto, me acompañan, me hacen recordar que un día fui como ellos, que aún puedo seguir siendo como ellos. Observo mis manos que descansan en el volante y cierro mis ojos por un segundo. Comienzo a sonreír.