Saltar al contenido

Propósito

Relato de mi libro Huella de Intervalos

El entusiasmo causado por la llegada del año nuevo se extinguió rápidamente. Después de todo, sólo era otro más y no por ello una nueva vida. Nada cambia, incluso cada mañana comienza como cualquiera: mi acostumbrada lucha por salir de la cama. El feroz ataque del despertador siempre ha sido más fuerte que el débil muro de mis cobijas. Es mi Waterloo diario, no importa si es enero, este nuevo año no me regaló la fortaleza necesaria para ganar esa batalla. Todo sigue igual.

Mientras desayunaba, después de reponerme de la acostumbrada derrota, observaba la fotografía correspondiente a enero en mi calendario. Lo había colocado en una pared la tarde anterior, me demoré en  hacerlo, pues ya habían pasado varios días desde el comienzo del mes. No fue el mejor que pude encontrar, aunque la verdad no sabía con exactitud qué era lo que quería. Después de un tiempo de buscar en algunas tiendas, opté por usar uno que me regalaron en Navidad. Tenía en cada mes la foto de un paisaje, sin texto, cumplía bien la función de indicar los días. Era perfecto debido a la alegre ausencia de sentimientos cursis en sus imágenes.

Fue entonces que tuve un pensamiento medio idiota, otro instante de derrota: decidí que no podía quedar fuera de la hermosa energía de cambio y mejora que todos comparten los primeros días de enero. Tuve una feliz ocurrencia: mi oficina es un monumento al desorden, formidable como mi despertador. Debía ordenarla y deshacerme de un montón de cosas que estaban en mis cajones, tantas que ni siquiera sabía qué es lo que contiene cada uno. No estaba muy convencido de hacerlo, pero era la manera de incorporarme al ambiente de optimismo que rodea el estreno de un calendario y, de esa manera, decretar una victoria en mi vida; “la primera de muchas que yo podría lograr”.

Al llegar a mi oficina me di cuenta de la magnitud de mi decisión. Llevaría varios días terminar esa tarea, sobre todo, porque no podía dejar a un lado mi trabajo. Comencé esa tarde, después de la comida. Debo reconocer que al principio me sentí intranquilo, hurgar en esos lugares es navegar en la dimensión desconocida, uno puede perderse para siempre. Realmente es una tarea para valientes.

El primer cajón que ordené me mostró la verdadera naturaleza del asunto. Encontré lo acostumbrado: papeles inútiles, clips doblados, reglas, tarjetas de presentación de personas desconocidas, plumas que no servían, aspirinas caducas, baterías viejas; y otras cosas nada relevantes: dos chicles Motita de plátano, popotes, una credencial de elector que había perdido, un llavero Cruz Azul Campeón 97.

Los días siguientes fueron similares, cada cajón era un camino sin destino. Aparecieron varias monedas de 10 centavos (al contarlas no llegaban a sumar más de 3 pesos), no supe qué hacer con ellas. Las regresé a su lugar, con el tiempo tal vez tendría una cantidad que valiera la pena gastar. Ahí estaban varias llaves y candados, ninguno correspondía, aquellas no abrían nada y los candados no servían. Además de navajas y curitas, apareció uno de los primeros modelos Blackberry, una cajetilla de cigarros Commander, discos flexibles de 5 1/4, un jabón para gato, un foco fundido, y otras cosas que prefiero no mencionar.

Casi al final de la tarea, encontré un papel doblado, un poco sucio debido al tiempo que había permanecido en el fondo de un cajón. En él, con mi letra, estaba escrito: Lucrecia y un número de teléfono. No era un nombre muy común, sin embargo no podía recordar a nadie que se llamara así. Revisé todas mis redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, los contactos en mi teléfono celular: nadie con ese nombre. Comencé a sentirme un poco nervioso, por algo estaba ahí, debía tener alguna importancia. Me armé de valor, tomé el teléfono y marqué. Me contestó una grabación, dejé mi número, posiblemente algún día recibiría una llamada que aclarara el misterio. Lo último que acomodé fue una libreta con notas de juntas de trabajo, tan vieja que algunas empresas mencionadas ahí ya habían desaparecido. Al leerla por curiosidad, encontré, en la última hoja, una sola anotación con letra desconocida: Jamás llames a Lucrecia.

Nervioso, sin poder remediar la situación, me di cuenta que subir en el tren de la energía positiva del nuevo año no remedió nada. Persisten las derrotas matutinas y ahora, cada vez que suena mi teléfono, no puedo dejar de pensar en esas palabras que, por cierto, tampoco sé quién escribió.

4 pensamientos sobre “Propósito”

  1. Es realmente excelente su táctica de venta, logro captar mi atención y si de verdad tuviera el dinero compraría el libro solo por la inquietud que me generó lucrecia.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *