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La ventana rota

“Cosas de poca importancia
parecen un libro y el cristal de una ventana
en un pueblo de la Alcarria,
y, sin embargo, le basta
para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.”
León Felipe
 

 

Había una ventana rota en el cuarto. Uno de sus vidrios estaba quebrado, tenía un agujero irregular en la esquina superior, más grande que un puño, casi junto al marco.

Yo era un niño. Mi infancia quedó marcada con la huella de una fuerte costumbre familiar: la visita a los abuelos cada domingo. Ellos eran serios y reservados, sobre todo mi abuelo; inspiraba tanto respeto que una mirada suya bastaba para terminar cualquier discusión. Lo recuerdo claramente. Un día estábamos reunidos en su sala, de pronto, mi abuela me pidió que le trajera un libro que había dejado en la recámara. Me sorprendí, fue algo extraordinario, yo no podía deambular con libertad por esa casa. Un poco indeciso, miré a mi abuelo, él asintió con la cabeza. Al entrar en aquella habitación no me extrañó el orden y limpieza, era digno reflejo de la personalidad de sus dueños. Fue entonces, cuando me acerqué a la ventana para dar un vistazo hacia la calle, que noté aquel vidrio roto.

Poco después pude estar nuevamente en esa área casi prohibida y me di cuenta que aún estaba el agujero. Podía haber sido algo sin importancia, pero no para mí. Me comenzó a intrigar, sobre todo por el periodo que había pasado sin repararse. Algo no caminaba como debería. Igual que el cristal, la normalidad se había quebrado.

Pasó el tiempo. Cada vez que tenía oportunidad, aprovechaba para revisar la ventana, a veces a escondidas. Seguía igual. El vidrio roto se transformó en un acertijo que no acertaba cómo resolver. Mi inquietud me decía que le preguntara a mis abuelos la razón de ese misterio; en cada visita iba dispuesto a cuestionarlos para resolver mi duda, pero nunca tuve el valor de hacerlo. Entonces, sin comentarlo a nadie, comencé a tejer ideas para solucionarlo.

Lo primero que imaginé fue que los dos tuvieron un altercado y mi abuelo arrojó un objeto que golpeó el vidrio (cuando se enojaba podía ser muy violento), pero no recuerdo alguna discusión entre ellos; además, él era un caballero, incapaz de agredir a una mujer. Esa idea no era la respuesta.

Después pensé que alguien quiso robar la casa y quebró el vidrio al tratar de entrar, pero en la familia nos hubiéramos enterado de ese hecho. Nunca supe que algo así hubiera pasado, por lo que descarté esa reflexión.

También se me ocurrió otra posible solución: como mi abuelo era aficionado a las armas, tenía una hermosa colección de ellas. Imaginé que, al limpiar una, ésta se había disparado accidentalmente y el balazo había impactado en ese vidrio; pero él era demasiado cuidadoso, habría sido casi imposible que eso sucediera. Lo verdaderamente inexplicable era que ningún argumento aclaraba por qué la ventana no se había reparado. Esta última idea me llevó a considerar otra cosa: posiblemente intentaron asesinarlo. Alguien le disparó desde la calle cuando él se asomaba por la ventana, errando el tiro y rompió el cristal. Mi abuelo lo había dejado así para recordar que siempre debía estar atento a sus enemigos. Como era una solución que explicaba todo, mi imaginación voló en torno a ella.

Los años caminaron, la costumbre de ir a casa de mis abuelos se mantenía, pero poco a poco perdía fuerza. Cuando estudiaba en la Universidad cualquier pretexto era bueno para evadir esos domingos. A pesar de ello, mis padres se empeñaban en visitarlos cada semana. Comencé a ver mi abuelo de otra manera, el respeto que sentía por él creció, ahora sabía que detrás de sus profundos ojos grises se escondía una vida llena de peligros, traiciones, amores, odios; innumerables secretos, algunos tan añejos como sus canas. Me sentía afortunado de tener alguien así en mi familia.

Hace pocos meses, fui a su casa para llevar unos documentos que requerían. Mi abuelo no estaba esa mañana. Cuando se los entregué a la abuela, me dijo, con buen humor, que me quedara a tomar una taza de café. Yo acepté. Comenzamos a platicar, la conversación caminó de manera tan agradable que vislumbré la oportunidad de encontrar la verdad. Fue entonces que le pregunté acerca de la ventana del cuarto. Ella dudó un instante, me sonrió y dijo con voz tranquila: “Ya sabes, parece que mi esposo no le tiene miedo a nada, pero en el fondo no es así. Nunca lo comentes: le tiene un gran temor a las grandes mariposas marrones que abundan en el verano. Una vez, hace muchos años, cuando me ayudaba a cambiar la cortina, golpeó el vidrio y lo rompió; ya era un poco tarde, así que no hubo manera de llamar a alguien para cambiarlo. En la noche vio que una de esas enormes mariposas salía de la recámara por el agujero. Entonces, muy serio, dijo que nunca la repararía. Ya sabes, con tu abuelo, ese el tipo de cosas no se discuten, así que la dejamos como estaba.” La miré incrédulo. Mis fantasías volaron por aquella ventana; sin embargo, no menguó la admiración que le tenía a mi abuelo.

Él falleció semanas después de aquel día. Asistieron muchas personas a su funeral, pues fue una persona que cultivó largas y buenas relaciones durante su vida. Lejos de todo lo que había imaginado, no tuvo enemigos. Yo estaba sentado junto a mi padre, hablábamos con tristeza de lo mucho que nos haría falta, cuando mi abuela, desde el otro lado de la capilla, me llamó con un discreto ademán. Tal vez necesitaba algún tipo de apoyo, por lo que me acerqué. En voz baja me dijo: “Lleva a alguien mañana a mi casa para que cambie el vidrio roto. Hará frío esta temporada”.

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