“¿Cómo me vas a explicar,
di, la dicha de esta tarde,
si no sabemos porqué
fue, ni cómo, ni de qué
ha sido,
si es pura dicha de nada?”
Pedro Salinas
¿Y si la historia no tiene un final feliz? Coincido con muchos, ese simple hecho me puede molestar, como a veces me enfada ir al cine y descubrir que la película no me regala un momento de gozo antes que las luces se enciendan de nuevo. Un alegre epílogo es algo que las historias deben tener para poder ser buenas. Eso es lo que me dijeron, lo que se dice, pero siempre olvido que en realidad ni siquiera sé con claridad cuándo es el comienzo del final; a veces, esa última sonrisa puede ser una hipócrita manera de esconder la realidad.
En mi niñez, algunas buenas conciencias alteraron las historias que contaban, me hicieron creer que existía esta realidad: todo tiene una meta feliz. En un acto de completa irresponsabilidad hice mía esa idea. Era para estar tranquilo: pensar que la Cenicienta dejó de ser ceniza, que se casó con un príncipe azul, su vida de muchacha de servicio en una pequeña casa cambió, sin más esfuerzo que perder un zapato, para ser la “patrona” del castillo. Las flojas dormilonas: Blanca Nieves y Aurora, dejaron su tranquilo descanso —por el cual las envidié en esas largas noches de insomnio— con un beso de amor; lo que nunca mencionaron es que, tal vez, fue la última vez que las despertaron de esa manera. Tampoco me dijeron que los incontables compromisos contraídos por ser las famosas protagonistas de cuentos, las llevó a usar de manera alterna el despertador y las pastillas para dormir, además de otros recursos más interesantes, menos legales, para poder soportar los vaivenes de la fama. La Sirenita nunca se quedó con ese príncipe que, por cierto, tampoco aprendió a nadar; me inventaron un desenlace que Hans C. Andersen jamás imaginó. Él, para ser congruente con la realidad, decidió que el príncipe se casara con una mujer que supo aprovechar una oportunidad y su belleza para ascender de manera rápida en la sociedad; es decir, definió de una manera tanto precisa como clara el concepto de trepadora. Tal vez esa lección es más valiosa que el simple “vivieron felices para siempre”.
Los finales alegres son como un eclipse, duran poco, sólo hasta que sale de nuevo el Sol, entonces, con su resplandor, deja ciegos a aquellos que se aferran a seguir observando lo que dejó de suceder. Nunca entendí el motivo de esa irracional y falsa manera de ver la vida, a pesar que creí en eso mucho tiempo. El concepto “final” no siempre es claro, pocas veces sé cuándo me encuentro ahí, sólo lo percibo si llega de manera imprevista, irracional, hasta cierto punto, violenta; por eso, es probable que no me de cuenta si estoy en el borde de un desenlace. Vivo atrapado en los hábitos del día a día; las costumbres a veces causan cierta incapacidad para entender cuando algo está por decaer. La frontera no siempre es clara.
La rutina marca un sólido ritmo a mi vida, me permite saber bien dónde estoy, qué hago, cuándo hacer las cosas. A veces es más exacta y confiable que un reloj, todo parece marchar bien cuando permanece inalterada, las cosas están donde deben estar. Para algunos puede ser aburrido, pero saber con cierta certeza lo que voy a hacer me genera una calma que aprecio mucho. No es tan importante encontrar la felicidad, la tranquilidad es lo que realmente vale en la vida. Sin embargo, en ocasiones ese pausado caminar del tiempo es agitado por sucesos que llegan de manera repentina, el orden desaparece. Sé que, con el paso de los días, todo volverá a la normalidad, pero ciertos sucesos, que podrían ser intrascendentes, dejan una huella imposible de evitar.
Es posible que el riesgo de perder la tranquilidad de la rutina sea lo que genera la idea de buscar la felicidad, cada día, de manera casi fanática. En mí devenir de acontecimientos, un aparente epílogo tal vez me puede dar un momento de alegría, tan fugaz como comer un delicioso tamal verde y observar, en el último bocado, las hojas tiradas a un lado. ¿Final de qué?, ¿de un pedazo de rutina? La vida sigue, a ella no le importan los capítulos, ni el tiempo, tampoco si las sonrisas fueron honestas.
Los finales felices no interesan, no importan desde una perspectiva amplia. Son solamente un invento para hacer historias que la gente compre y dar esos buenos mensajes de optimismo que se venden con facilidad. ¿Y la tranquilidad de la rutina?, de ella nadie habla, es tan corriente que a nadie le interesa. Deberíamos quitar ese final de los cuentos y solamente dejarlo en: “y vivieron…”.