“Cansado de explorar el horizonte inútil, miraba
por milésima vez los autos que lo rodeaban..”
Julio Cortazar
Las calles en mi ciudad se transforman, dejan de ser alfombras de asfalto para convertirse en ríos de carros. Cada día circula un gran número de ellos, pero gracias a la perfecta planeación del crecimiento urbano, podemos hacerlo sin que existan problemas ocasionados por el exceso de velocidad. Debido a que las pláticas en lugares cerrados pueden generar conflictos violentos, muchos toman la sabia decisión de viajar solos. Puede ser que esta conducta ayude a incrementar el tránsito, pero estos tipos solitarios mantienen el precario ambiente de paz dentro de la agitada urbe, ya que, sin alguien con quien discutir, sólo les queda pelear de manera virtual con el locutor de radio que los acompaña; sin duda es mejor opción que el caos ocasionado en las avenidas por su aislado egoísmo.
Puedo observar claramente a los ocupantes de los diferentes vehículos que circulan junto al mío: En uno de ellos va manejando una señora despeinada, de tan feo aspecto que podría causar un ataque cardíaco en otra persona, pero eso no le interesa, en el baño de la oficina donde trabaja, la magia del maquillaje la convertirá en coleccionista de piropos (escribí baño, porque la palabra tocador tiene un sentido extraño, que hasta hoy ninguna mujer me ha revelado). Al mi lado, un anciano en un carro ,también de la tercera edad ,va peleando con todos, incluso con el personaje que vende donas en la calle. Más atrás una hermosa mujer tiene que arreglarse mientras maneja, no sabe que su belleza hace que esa actividad sea innecesaria. En un compacto que está atrás de mí, viaja un grupo de estudiantes que seguramente van camino a la universidad. Son diferentes autos, diferentes personas, diferentes motivos.
Soy parte de ese cardumen, un trozo de mi vida en esta ciudad, del cual no puedo escapar. También soy incapaz de escapar de este lento ritmo. Es algo que contradice la terrible velocidad que impone la vida urbana. En tiempos de apresuradas decisiones, veloces saludos, aceleradas relaciones, es un paraíso contar con ese espacio en el que todo fluye lento, lento, lento. Se puede desayunar, trabajar, comprar, pagar, enamorar, fornicar, escribir, convivir en redes sociales; todo, en ese lugar. El tiempo, que es escaso en esta modernidad, se alarga en el denso tránsito. Esas horas que no alcanzan para atender la familia, amigos, compromisos, trabajo, problemas, soluciones, diversiones y demás fantasmas del día, pueden ser aprovechadas en las vías rápidas. Ahí el reloj deja de ser el amo, ya no esclaviza. Entrampado en la vía rápida hoy, como cada mañana veo cómo gotea lentamente el tiempo, se vuelve casi eterno.
La hermosa mujer termina de maquillarse, llega a mi costado, gira su cabeza y me mira. Le devuelvo la mirada y volteo hacia el auto que circula a mi izquierda. El viejo maneja contento, satisfecho; ignoro con quién se peleo esta mañana, tal vez por fin consiguió una dona gratis. Voy despacio, vamos despacio; todos en el mismo río. Continúan atrás de mí los jóvenes. Los veo por el espejo, parece que están cantando y bailando dentro de su carro. Viene a mi mente un cuento de Cortázar: “La autopista del sur” y, de pronto, me siento parte de esa historia. Todas las mañanas soy la interpretación mexicana de ese cuento; en otras palabras, una versión perfecta del mismo, como todo lo que se hace en mi país.
El tiempo me oprime, no puedo con tanta eternidad. La misma historia se burla de mí todas las mañanas, sabe que mi tiempo nunca es el mismo y que en este perfecto tránsito lo tengo a manos llenas, sin poderlo conservar. Cada día desperdicio horas, el reloj del tablero de mi auto me lo recuerda, son preciosos minutos que no sé para qué los podría usar ya que se esfuman al llegar a mi destino.
Los autos avanzan lentos, pausados; rompen, con su desesperante calma, la agitación en la ciudad y, con ello, aumenta mi angustia y mi tensión. Desesperado, vuelvo a mirar las personas encerradas en los autos que me rodean. Percibo que compartimos el mismo sentimiento, todos con el mismo semblante de angustia producto de no poder encontrar como aprovechar a fondo estas horas… casi todos. Me doy cuenta, al mirar atrás, que los jóvenes siguen cantando. Están felices, sonríen.
Esas sonrisas que veo en mi retrovisor: ¿Por qué lo hacen?, ¿será su ignorancia?, ¿la certeza que tienen mucho tiempo por delante y pueden darse el lujo de desperdiciar el actual? No lo sé. Lo que sí sé es que esos gestos de alegría están ahí, dentro de su auto, sin poder salir. Observo mis manos que descansan en el volante y cierro mis ojos por un segundo. No necesito ese tipo de felicidad, siempre he sabido dónde guarde mi tiempo.