“¡Qué pena si este camino fuera de muchísimas leguas
y siempre se repitieran
los mismos pueblos, la mismas ventas
los mismos rebaños, las mismas recuas!”
León Felipe
El otoño llega de una manera extraña, tal vez porque es una época que no está enmarcada por algo en especial, un espacio entre la diversión del verano y la nostalgia del invierno, una temporada en la cual nadie espera nada y que a pocos sorprende. Por eso es raro que deje recuerdos fuertes, a menos que, por un azar, alguna fecha importante caiga entre sus días. Aún así, esas pocas memorias que pueden quedar no son debidas a la estación, sino por eventos que sucedieron en ese espacio, pero pudieron ocurrir en cualquier momento del año. En otoño no existen navidades o vacaciones primaverales. Podría parecer que no encuentro en estos días algo más que un montón de hojas secas tiradas y la tediosa actividad de barrerlas para conservar algo de vergüenza en nuestras aceras. Aunque para recuperar la decencia, la dignidad perdida, no bastaría sólo con barrer, necesitaría una escoba muy grande y aún así, habría túneles en los botes de basura, todo escaparía, estaría en nuestras calles de nuevo, sin que nadie haga nada.
Sin embargo, esta estación posee una característica especial: como el año ha gastado un considerable número de días, el otoño tiene una buena cantidad de experiencia acumulada. Esto sin la premura causada por el fin de año, en donde todo es correr entre la angustia por terminar los pendientes y los múltiples festejos, carrera contra el reloj que siempre gana la resaca. Aún no sé bien para qué pueda servir tener todo ese conocimiento si no existe algo que obligue a exprimirlo, pero es bueno saber que está. Posiblemente para darme cuenta, como cada año, que gran parte de mis buenos propósitos de año nuevo se quedaron enterrados en algún lugar y lo mejor es dejarlos ahí hasta el próximo enero. Si he llegado hasta aquí sin ellos, no creo que hagan falta por otros dos meses.
Es un periodo que se atora en el calendario y transcurre en silencio, agitado por la fecha en que realizamos el festejo de los que se fueron, ese intento de tratar de convivir con nuestros difuntos, aunque sea por una noche. Debe ser una mala experiencia para ellos, porque nunca se han quedado más tiempo, al amanecer se les acaba la paciencia. Este año será lo mismo, pasan los otoños y cada uno es una repetición del anterior; pequeñas variantes, las suficientes para sentir que el tiempo pasa, pero ninguna tan importante como para hacer que esos visitantes decidan permanecer de manera definitiva o, cuando menos, algunos días más, a pesar de todo lo que hacemos para agradarlos en esa velada. Es un hecho, algo estamos haciendo tan mal que ni los muertos quieren vivir de nuevo entre nosotros. Insisto, falta decencia en este mundo para poder ser convincentes con ellos y pedirles que no se retiren.
Como no es mi intención ir con ellos después de esa noche, tengo que continuar, pasear entre la rutina y algunas cosas que alteran el conocido ritmo del día a día. Muchos de estos eventos llegan disfrazados de tal manera que a primera vista podrían pasar desapercibidos, pero a veces me dejan una huella más profunda de lo que podría imaginar. Recuerdo un día de noviembre, una buena amiga, Laura Chávez, al buscar la solución para un contratiempo que surgió en un curso, me dijo un frase en apariencia intrascendente: “No pasa nada, siempre existe una manera de distraer al destino”. Por alguna extraña razón, esas últimas palabras se quedaron grabadas en mi mente, en el tiempo dieron origen a un relato y posteriormente al título de mi primer libro. Un suceso en apariencia sin importancia que, al pasar de los días, ayudó a encaminar parte de mis actividades. Así son esos momentos, no llegan de una manera agitada, no quiebran la rutina; es más, pueden ser parte de la misma y en el trascurrir de los días crecen para alterar el final del año, o de los años por venir.
“Distraer al destino”, es para lo que puede servir el otoño. En sus instantes triviales que aparecen en la banalidad de la vida. Reconocer que en ellos existe la posibilidad de salir de la ruta marcada. No interesa la razón de esa distracción, es lo de menos. No importa que sea para encauzar un mejor camino o perseguir metas más elevadas, eso no es relevante, a pesar de lo que me podrían aconsejar. Es torcer un poco el camino, encontrar razones para tener una estúpida sonrisa, saber que tal vez podamos encontrar un motivo para que los que vienen en la noche de muertos se queden un poco más de tiempo entre nosotros.