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Otoño

 
 

Las hojas comienzan a caer en estos días, quedan en el suelo por poco tiempo hasta que un frío ventarrón las arrastra lejos de nuestra vista. Parece que no existen, la mirada no tiene interés en ellas, momentáneas, irrelevantes, muertas; solamente sirven para mostrar la desnudez de los árboles. Ayer los cubrían. Hoy su ausencia revela la tristeza en algunas ramas y muestran otras que crecen torcidas. Algunas personas las voltean a ver, las señalan, pero es poco lo que en apariencia se puede hacer. Es más fácil dirigir la vista hacia otro lado.

 La estación del año hace que se pierda el verdor en el paisaje, desolado por la descarnada violencia. A pesar de tanta agresión, los troncos vacíos se mantienen firmes. Las raíces se extienden y penetran en fosas perdidas en la tierra. No importa el lugar, si el terreno es de abandono o de olvido; buscan sin descansar el alimento que las mantiene vivas: trozos de suelo con abono, nutrientes, sangre y algunos huesos corroídos por la humedad. Esas tumbas sin lápidas ofrecen un buen fertilizante para el árbol, sus raíces no distinguen lo que devoran, bajo la superficie no existen diferencias, todos son iguales. Se han convertido en simples trozos de carne enterrada. A ellas no les importa, seguirán constantes en la búsqueda de alimento, es lo que deben hacer para que sus troncos no mueran.

 El viento de otoño aparece, mueve un pequeño columpio que cuelga de una rama. Algunos niños se acercan, pero no se balancean en él. En el aire existe un olor extraño, tal vez es la humedad o la podredumbre. “Vamos a jugar a otro lado, aquí huele muy feo”, dice uno de ellos, sin saber que en todos los sitios la fetidez es igual. Es el aroma de esos árboles sin hojas, de los secretos que están cubiertos por el suelo, las manos enterradas junto a los columpios. Ellos pueden caminar a otros lugares, divertirse con juegos distintos y sus pies seguirán pisando el mismo terreno. En sus recuerdos de niñez quedará el vano intento de divertirse en ese columpio y la inútil búsqueda de un espacio sin tristezas.

Foto por Liliane Mendoza Secco

Foto por Liliane Mendoza Secco

 Todos los años caen las hojas y, con el pasar del tiempo, vuelven a salir; no pasa nada, las cosas así son. Pero es imposible ignorar la realidad: esas ramas torcidas muestran que los árboles están enfermos. Se pueden quemar, talar, hacerlos desaparecer para que un nuevo bosque comience y tener un paisaje diferente, lleno de armonía. Será un esfuerzo inútil, el problema no está en las plantas, es el suelo con restos de tortura que cubre sus raíces. Esa tierra que calla lo que esconde y en silencio ahoga los sueños sepultados en ella.

 Parecería que algunas letras están perdidas en este bosque de opiniones, condenadas a no tener la capacidad de ser leídas. Tal vez no es culpa de las frases que intentan llamar la atención, es posible que los textos queden en silencio por parecer irreales. Acontecimientos que parecen salidos de una mala novela de terror; historias que podrían suceder en un país lejano, en donde la barbarie es la reina, con súbditos indiferentes. Esa es la realidad que nos cobija en estos días. No existe manera de quedar callado, voltear la mirada; lo impide el olor de la tierra contaminada por los cuerpos sin nombres.

Hoy muchos hablan de ello, remueven el lodo y tratan de encontrar la verdad. Otros permanecen abrumados, incrédulos frente a tanta infamia. Los pequeños no entienden, sólo quieren un lugar en donde brincar, un espacio sin fantasmas, sin aroma a dolor. La indignación remueve las sombras que intentan ocultar lo que sucede, con la esperanza de encontrar todo lo que se enterró en la noche. No habrá razones válidas, es imposible que existan, pero se debe descubrir todo lo que pasó, sin vacíos o mentiras. Se debe hacer, el amanecer no puede quedar manchado con más trozos de infamia.

 Lo triste es que la memoria es corta, se pierde. Será un otoño con un aroma diferente, fueron hojas secas en el suelo, pero sólo eso. Mañana se olvidará todo: las ramas tristes y torcidas, las raíces, la sangre en la tierra, inclusive el desasosiego. Solamente es cuestión de esperar que se vuelvan a cubrir las estáticas ramas, que el follaje las oculte, para no recordarlas. Mientras los árboles estén ahí, cubiertos de ese manto verde que alegra la vista, la indolencia ayudará a olvidar que ese fértil suelo fue abonado por todos para alimentarlos. Algunos podrán ver el horizonte con una fugaz sonrisa, pero otros la habrán perdido en algún hueco de esa tierra.

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