El despertador me sacó de un sueño que quería prolongarse. Esa mañana necesité de un enorme costal de voluntad para dejar la cama, me había acostado tarde la noche anterior. La perspectiva no era buena, sería otro rutinario día de trabajo, tedioso y pesado. En mi agenda había pocas anotaciones: atender problemas con proveedores, resolver pendientes, revisar algunas cuentas; no tenía ninguna reunión ni una comida con amigos, nada para alegrar el día; todo sería una simple y pesada rutina.
Salí de mi casa con un semblante serio, casi adusto; trataba de no pensar en lo que me esperaba en el trabajo. Mientras manejaba escuchaba en la radio las noticias, nada nuevo, lo mismo de todos los días: problemas en México y en el mundo, declaraciones de políticos evadiendo su responsabilidad, violencia y, en el toque trivial, algunos comentarios de futbol. Junto con las voces en la radio oía de vez en vez el claxon de algunos carros; seguramente eran los más desesperados y molestos por su lento avance en el tráfico matutino. Saber que algunos estaban peor que yo no me consolaba. La confusa mezcla de voces y bocinazos era la obertura perfecta para ese día.
Me detuve en una cafetería antes de llegar a la oficina, tengo la costumbre de comprar un café cada mañana para llevarlo al trabajo. Comenzó como un pequeño placer, pero con el paso del tiempo ese placer se convirtió en otro de mis hábitos. Entré de manera automática, rápidamente, sin pensar; había una pequeña fila de personas, estaban calladas mientras esperaban ser atendidas. En sus rostros me pareció ver el mismo sentimiento de desgano que yo tenía, entonces bajé mi mirada y me di cuenta que una pequeña niña acompañaba a la señora que estaba formada frente a mí. Hasta ese momento no la había visto, parecía tener ocho años. La niña me miró y, sin que le importara mi rostro serio, me dijo: “¡Hola señor!” y me sonrió.
Fue un saludo natural, honesto. No porque haya salido de una niña, sino porque era un saludo espontáneo, sencillo y con una sonrisa. Solamente atiné a contestar con un “¡Hola!”, devolviéndole la sonrisa. Para mí fue una sensación extraña: recibir un saludo y una sonrisa de una persona que no conocía, un gesto amigable sin que existiera una razón para merecerlo. Esa acción sorpresiva comenzó a cambiar mi estado de ánimo; no fue una mudanza drástica, inmediata y tampoco una carga de momentánea alegría. Fue un cambio continuo, suave e hizo que, poco a poco, ese día se hiciera más tolerable y menos pesado.
Muchos compartimos ese mismo ritmo de indiferencia, subimos cada mañana a un carrusel de rutinarias actividades y nos dejamos llevar por él. Estamos tan inmersos en ese vaivén que generalmente perdemos de vista que vivimos entre personas y que ellas también pueden estar en un desánimo similar al nuestro, en un desgano que llena de pesadez su vida. Ellos también son como nosotros.
Solemos preguntar, muchas veces por llana costumbre, ¿cómo está? al saludar a otra persona y también, cuando nos hacen esa pregunta, casi siempre contestamos: bien. Es una respuesta que damos por inercia, aunque no sea verdad. ¿Cuántas veces saludamos así, sin que nos interese la otra persona, para que no piense que somos maleducados o pedantes? Más de las que pensamos, saludar se ha convertido en un gesto vacío. Esta vida rutinaria ha creado una sociedad fría e indiferente, lo que una persona quiere, sufre o anhela solamente tiene valor para aquellos muy cercanos a ella; un desconocido no representa nada, no merece atención, incluso es difícil reconocer que es otra persona. Esta frialdad se manifiesta en nuestra indiferencia hacia problemas como la pobreza, hambre, violencia, falta de justicia, violación de derechos, corrupción y otros más. Estamos tan acostumbrados a vivir así, tan vacíos de interés por los demás, que solamente levantamos la voz cuando un problema nos afecta directamente y no lo hacemos cuando daña a personas que están, hasta cierto punto, distantes de nosotros.
Un amigable saludo puede parecer poco, pero es una señal. Muestra, en su sencillez, que nos importa el ser humano que está frente a nosotros, que no lo hemos olvidado. Es un pequeño gesto, una acción personal que puede ayudar a devolver el sentido de humanidad que se está perdiendo. Espero que no me malinterpreten, no es saludar a todos con un falso gesto de alegría, tampoco es ir por la calle sonriendo a todo mundo. Ese tipo de actitud es también una muestra de deshonestidad, se siente, se rechaza y, a veces, llega a herir. Se trata de algo más simple: regalar una sonrisa al saludar a otra persona, incluso a un desconocido, sin motivo, sin que exista un porqué. Con esa pequeña cortesía se puede cambiar su día, lo puede hacer más tolerable, sabrá que existen otros seres humanos como él. Una sonrisa puede mejorar nuestro entorno, vale la pena intentarlo.