Cada mañana las calles en mi ciudad se transforman, dejan de ser frías alfombras de asfalto para convertirse en ríos de carros. Se llenan de vehículos, más de los que pueden circular con agilidad. Autos que llevan una, dos, tres o más personas que salieron de un suave sueño para enfrentar la realidad. Hoy el destino las colocó junto a mí en este caudal. Veo autos con varias personas; algunas platican entre ellas y otras están en silencio, como si los ocupantes estuvieran perdidos en sus pensamientos; cada quien en el suyo, sin compartirlo. Las que manejan solitarias es probable que busquen en un programa de radio la compañía que no tienen para su corto viaje.
Puedo ver claramente los ocupantes de los diferentes vehículos que circulan junto al mío: una señora despeinada que lleva sus hijos a la escuela, los jóvenes estudiantes que seguramente van en camino a la universidad, una hermosa mujer que se maquilla al manejar —no sabe que su belleza hace que esa actividad, además de peligrosa, sea innecesaria—, un anciano que está obligado a vender la poca vitalidad que guardó para el ocaso. Son diferentes autos, diferentes personas, diferentes motivos. Circulamos lentamente, todos nos dejamos llevar al ritmo que marcan los demás vehículos. Todos nos sentimos ahogados en la patética burbuja del tráfico en las calles.
Soy parte de ese cardumen. Forma parte de mi vida en esta ciudad, de la que no puedo escapar. También soy incapaz de escapar de este lento ritmo. Es algo que contradice la terrible velocidad que impone la vida urbana. Esta ciudad me impone apresuradas decisiones, veloces saludos, aceleradas relaciones. Desayunar, trabajar, comprar, pagar, comer; todo lo debo hacer rápidamente, el tiempo es escaso en el ajetreo de mi ciudad. El tiempo debe bastar para atender familia, amigos, compromisos, trabajo, problemas, soluciones, diversiones y demás fantasmas del día. El reloj es el amo, él es quien esclaviza. Y ahora, como una cruel broma, estoy aquí: atorado, entrampado en el tráfico de la mañana, viendo como gotean el reloj, mi tiempo que se pierde. Hoy, como cada mañana, veo escapar el tiempo que me hará falta el resto del día.
La linda mujer termina de maquillarse, gira su cabeza y me mira. Soy incapaz de devolverle la mirada, la pena me vence y volteo hacia el carro que circula a mi izquierda. El viejo maneja resignado, casi triste. Ignoro qué recuerdos o rencores lo acompañan. Voy despacio, vamos despacio; todos en el mismo río. Continúan atrás de mí los jóvenes, en un compacto. Los veo por el espejo, parece que están cantando y bailando dentro de su carro. Viene a mi mente un cuento de Cortázar y, de pronto, me siento parte de esa historia. Todas las mañanas soy la pobre versión de un cuento. Es mi consuelo, pobre consuelo, porque sé que esto no es ficción, es mi diaria realidad.
Mi tiempo me oprime, ese que no puedo detener, él que pierdo cada mañana, él que intento disfrutar, él que un día terminará y que entonces, conmigo, se volverá eterno. Me aplasta igual que este tráfico matutino. La misma historia se burla de mí todas las mañanas, sabe que mi tiempo nunca es el mismo, que no lo puedo guardar. Cada día se acumulan las horas perdidas, el reloj del tablero de mi auto me lo recuerda, son mis preciosos minutos desperdiciados. Nadie me los podrá regresar.
El tráfico avanza lento, pausado; rompe, con su desesperante calma, la agitación en la ciudad y, con ello, aumenta mi angustia y mi tensión. Desesperado, vuelvo a mirar las personas encerradas en los autos que me rodean. Percibo que compartimos el mismo sentimiento, todos con el mismo semblante de enojo y resignación… casi todos. Me doy cuenta, al mirar atrás, que los jóvenes siguen cantando. Están felices, sonriendo.
Esas sonrisas que veo en mi retrovisor. ¿Por qué sonríen?, ¿será su juventud?, ¿la certeza de que tienen mucho tiempo por delante y pueden darse el lujo de desperdiciar el actual? No lo sé. Lo que sí sé es que esas sonrisas están aquí, dentro de mi auto, me acompañan, me hacen recordar que un día fui como ellos, que aún puedo seguir siendo como ellos. Observo mis manos que descansan en el volante y cierro mis ojos por un segundo. Comienzo a sonreír.
Aunque tengo años de haber dejado atrás la querida Ciudad de México, no me es ajena la experiencia del tráfico. Hace más o menos 30 años, recuerdo que unos amigos recibieron de visita a un niño de la selva de Quintana Roo. Uno de ellos le decía al niño: “Mira las caras de la gente, Mira como aquí no sonríen al ir camino al trabajo”. Otro lindo texto, gracias.
Me encanto, por un momento fui tu copiloto!!!
Gracias Emilio por compartir tus experiencias.